El pasado 4 de diciembre se realizó, ante el pleno del Tribunal Constitucional, la vista de la causa de la demanda competencial por la disolución parlamentaria. Luego de escuchar los argumentos de ambas partes y preguntas de los magistrados, no cabe duda de que se tratará de una sentencia trascendental para el Derecho Constitucional peruano, como en su momento fue la resolución que puso fin a la demanda de inconstitucionalidad contra la propia Carta de 1993. La demanda competencial tiene la finalidad de resolver conflictos de atribuciones entre órganos constitucionales; lo especial en su origen y coyuntura es que pondrá fin a una crisis institucional entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, precisamente, cuando fije su posición con respecto a si el jefe de Estado estuvo, o no, legitimado para decretar la disolución parlamentaria el pasado 30 de setiembre.

La resolución que esperamos se convertirá en la columna vertebral de la parte orgánica de la Constitución peruana. Como una veta que lo cruza todo, se ocupará de interpretar el funcionamiento de nuestra separación de poderes, un híbrido presidencialista con instituciones de control procedentes del parlamentarismo; por eso, antes de llegar al fondo de la causa, a lo mejor los magistrados proponen una definición a nuestra singular forma de gobierno, para distinguirla de otras más clásicas. Los tribunos luego deberán explicar si existe la posibilidad, o no, de rechazo o aprobación a una cuestión de confianza por formas distintas al democrático procedimiento de suma de votos del pleno; asimismo, también será oportunidad para conocer si la atribución presidencial para disolver el Congreso, cumplidas las condiciones, resultaba una opción viable y responsable a pesar de sus vacíos reglamentarios, reforma política pendiente, la debilidad institucional de nuestra democracia y partidos sin arraigo que reclutan candidatos pero no forman políticos.

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