La pandemia del coronavirus resultó ser nociva no sólo desde la biología, sino también desde las relaciones internacionales. Las circunstancias que rodearon su aparición y su diseminación, configuran un escenario que involucra la seguridad nacional de Occidente y una demolición económica de esa parte del planeta. Y todo de la mano de la potencia mundial que todos los análisis prospectivos predecían que sería la llamada a convertirse en la potencia hegemónica del Orbe en el siglo XX.

China y EEUU venían antes de la pandemia, enfrascados en una lucha comercial a nivel global. Y en 2019, en particular, EEUU había gatillado varios procesos de freno y rechazo a la creciente y expansionista presencia de China. Además, la plaga del coronavirus apareció en una ciudad como Wuhan, que con once millones de habitantes es el centro chino especializado en manejo de instrumentos biológicos de uso militar y no militar.

Sorpresivamente, el virus logró escapar y contaminó al mundo, mientras que en la propia ciudad epicentro, el virus se controló en pocas semanas y sin expandirse al resto del país, único caso en que esto ocurrió. O mejor dicho, que no ocurrió, pues en todos los demás países, el coronavirus se extendió como reguero de pólvora ni bien tocaba suelo en algún territorio. China, sin embargo, continuó casi inmutable.

Las excusas del gobierno chino por el tratamiento del coronavirus y los hechos posteriores que se develaron este año, dejan lamentablemente solo dos opciones de interpretación: o existió mala intención o hubo negligencia. En un caldo de cultivo de confrontación al más alto nivel de las relaciones internacionales modernas, es imposible para Occidente no enfrentar el momento desde el realismo más estricto. Un realismo que obliga a mirar como referente a los tiempos de una Guerra Fría que se creyó superada por el mundo, acaso de manera demasiado optimista como apresurada.