Si de algo tenemos certeza los seres humanos, es que nos vamos a morir. Son muchas las historias de hombres y mujeres que afirman haber muerto y luego haber regresado a la vida por no ser su tiempo “aún”. La tesis en la que se registra mayor coincidencia de los “regresados” es la de la aparición de una luz potente, cegadora y cálida a la vez, al final de un “túnel”, y una sensación agradable de acogida. Mientras unos dicen recordar haber “abandonado” su cuerpo físico y ubicarse en zonas altas desde donde observar a médicos o familiares lidiar con el cuerpo abandonado, otros señalan incluso haber podido oír las conversaciones ocurridas por quienes estaban allí. Pero ¿quién sabe a ciencia cierta lo que ocurrirá al final de la vida? La muerte es un misterio y, aunque nadie sabe cuándo dejaremos de vivir, sabemos que ese momento nos llegará. Hace poco, leía el post de un amigo que compartía los hallazgos de un estudio hecho por Harvard a personas que estuvieron muy graves, al borde de la muerte y, muchas, aseguraban hubieran deseado pasar más tiempo con los que más querían, haber tenido valor para expresar sus sentimientos, reconciliarse con aquel amigo o familiar herido, haberse arriesgado a cambios y proyectos no emprendidos por temor a lo nuevo y una larga lista de “ojalá hubiera podido hacer esto antes de partir”. La moraleja es que las personas deben ser conscientes de que tienen un final y que deben aprovechar la vida al máximo y reconectar con ellas mismas para hacer todo aquello que las apasiona y, como conclusión, que algunas personas no están deprimidas, sino presas de la rutina. La gran tragedia de la vida no es la muerte, sino el dejar de vivir. Entonces, sólo tres cosas parece debieran importar: cuánto amaste, con qué gentileza viviste y con qué gracia y lisura dejaste ir las cosas que no eran para ti. Que la trampa del fin no te quite la vida a ti.

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