El saliente presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, quien desde hace dos meses se niega a aceptar su inobjetable derrota electoral frente al demócrata Joe Biden, está dejando el cargo que asumió hace cuatro años como lo que ha sido desde siempre: un impresentable, un personaje nefasto y nocivo que jamás debió convertirse en el gobernante más poderoso del planeta.

Ayer el mundo ha sido testigo de una serie de imágenes macondianas, en que simpatizantes del aún presidente que se niegan a aceptar que Trump perdió las elecciones y que en breve tendrá que dejar la Casa Blanca, irrumpieron a lo bestia en el Capitolio, en el corazón de Washington, para impedir la sesión en que formalmente se iba a dar como ganador de los comicios a Biden.

El gran azuzador de esta vergonzosa jornada -aunque más tarde trató de poner paños fríos a través de un video grabado en la Casa Blanca-, ha sido el propio Trump, quien no ha admitido su derrota ni ha permitido llevar a cabo el tradicional proceso de transferencia de mando, que a lo largo de la historia de los Estados Unidos ha sido un sello de continuidad democrática y respeto a los resultados electorales.

Trump insiste en que le robaron la elección y que ha sido víctima de un fraude, todo esto sin mostrar evidencia alguna. Lo que sí es evidente es que trató de presionar a Brand Raffensperger, autoridad electoral del estado de Georgia, para que haga un nuevo conteo y lo favorezca con 11 mil 780 votos, según audio publicado por The Washington Post. Una vergüenza digna de cualquier dictadorzuelo de por allí.

Lo bueno de la democracia, a diferencia de las tiranías que se perpetúan en el poder como en Cuba o Venezuela, es que personajes como Trump pueden ser enviados a su casa con el poder del voto de los ciudadanos, tal como sucederá en pocos días, cuando Biden asuma el mando y deje en el recuerdo la gestión de este millonario farandulero que nunca debió pasar de los sets de televisión y los escandaletes mediáticos.