Grandes doctos del derecho internacional como Francisco de Vitoria y Hugo Grocio fueron firmes devotos de María. Junto a ellos, muchos otros publicistas del derecho de gentes en sus construcciones intelectuales se consideraron marianos por excelencia.

Esforzados en distinguir el derecho de la moral, terminaron, ganados por su fe, juntándolas. Aportaron al pensamiento de la Iglesia sosteniendo que María era la mayor intercesora entre Dios y los hombres, y ello explica por qué muchas de las normas jurídicas internacionales en el proceso de su gestación y evolución fueron concebidas considerando las verdades cristianas marianas.

La comunidad internacional invocó a la Virgen durante reiterados sucesos conflictuales como las dos guerras mundiales (Aparición de la Virgen de Fátima, 1917). En 1950, el papa Pío XII, al advertir la trascendencia de María en la sociedad internacional, declaró, por la Bula Munificentissimus Deus, el dogma de la Asunción de María que ayer recordamos, es decir, que la Virgen fue elevada a los cielos por Dios y, además, en cuerpo y alma, algo distinto a la Ascensión de Jesús, por la que el propio Nazareno se elevó sin ayuda de nadie ni de nada porque era Dios. El Concilio Vaticano II (1962) desarrolló notablemente el sentido mariano que luego vimos en San Juan Pablo II trasluciéndolo en su lema apostólico “Totus tuus”, “Todo tuyo”, un signo de su consagración personal a María.

En la guerra, y pensando en la paz -puro derecho internacional humanitario-, María casi siempre es invocada, y si alguna de las partes no es creyente, termina asintiendo con respeto y en silencio.

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