Cuando comenzó la pandemia del COVID-19 todos pedíamos que la ciencia ponga turbo para tener, en corto tiempo, la vacuna salvadora. Bueno, pues, los laboratorios pisaron el acelerador y hoy se expenden varias marcas parar detener en seco al virus y sus espículas asesinas. Si Perú recién recibió anoche un primer lote del fármaco chino Sinopharm es porque las autoridades sufren de ineptitud crónica, mezclada con tripanofobia y belonefobia funcionales, por decir lo menos.

La anécdota, que se da en nuestro país y otras partes del mundo, es que, en el ínterin, la población le ha ido cogiendo desconfianza y miedo al antivirus y, ahora, se tiene que rogarle -con costosas campañas de comunicación- para inmunizarla. En enero, según Ipsos Perú, el rechazo a la vacuna andaba en 48%, mientras que en España un 28% todavía se muestra reacio y por los mismos motivos: salió muy rápido y los efectos secundarios, entre otros.

Aquí el presidente Francisco Sagasti, lejos ya de “considerando en frío, imparcialmente, que el hombre es triste, tose…”, será el primero de la fila para la inyección respectiva debido, precisamente, a la necesidad de “demostrar” la importancia y garantía de la vacuna china, a decir de la ministra Pilar Mazzetti. Un médico o una doctora que a diario le mira los dientes al coronavirus hubiese tenido un impacto más convincente.

Esto ha hincado la lengua a algunos analistas, que recuerdan que hasta el papa Francisco ha tenido que hacer su colita y que, en el Reino Unido, arrancaron con Margaret Keenan y William Shakespeare, homónimo del dramaturgo, de 90 y 81 años, respectivamente. En todo caso, la esperanza de salvación se echó a caminar en Perú, guste o no a los incrédulos.