La crónica roja se activa cada día en nuestro país y en el mundo. No es casualidad la proliferación de la violencia con múltiples manifestaciones. Entre las secuelas del COVID-19 está una epidemia de enfermedades mentales, que poco se menciona y menos se atiende. Desde los espantosos feminicidios a las destructivas protestas sociales tienen un común denominador, pueden ser expresión del impacto desatendido de la pandemia. Las preocupaciones y la ansiedad parecen banales en nuestro entorno amical y familiar, pero hay casos en que el impacto mental del COVID-19 es abrumador. La famosa Clínica Mayo en un informe insiste en el cambio de nuestra vida con grandes temores, incertidumbre, rutinas alteradas, presiones económicas, y aislamiento acompañado de estrés, ansiedad, miedo, tristeza, y soledad. Nada de esto recibe atención. En EEUU las encuestas muestran aumento considerable de transtornos mentales mucho más que antes de la pandemia. En países con menos recursos como el nuestro, asolado además por sucesivas crisis económicas, políticas, de desastres naturales junto a la de salud, es difícil obtener atención profesional, ni siquiera los seguros privados la cubren. Hay mayor consumo de alcohol y más depresión colectiva. La violencia viene junto a las imágenes de quienes han perdido todo por las inundaciones y los huaicos, sin casa y sin familia, en el desamparo y la desesperación, sin presencia del Estado que en su poder central, regional o local no existe frente al drama individual y colectivo. Sin alivio ni refugio la violencia viene de la irracionalidad. Que los gremios médicos exijan atención, que los seguros se humanicen frente al drama que no desaparece por mirar a otro lado. Y puede empeorar. El estigma y la discriminación no ayudan. El sensacionalismo médiático aún menos. Necesitamos acción positiva frente a este drama mental ignorado.