La Constitución es un pacto de límites al ejercicio del poder para proteger un conjunto de derechos y libertades a los ciudadanos. No es la piedra filosofal que todo lo convierte en oro, tampoco vuelve ricos a los pobres, pero su estabilidad en el tiempo produce gobernabilidad política y seguridad jurídica, que sí contribuye al aumento de inversión, empleo y recaudación tributaria para que la riqueza sea redistribuida por el Estado en mejores servicios públicos e infraestructura. Por eso, si la Constitución es el compromiso de unas “las reglas de juego básicas” entre un gobierno elegido y los ciudadanos, las propuestas para convocar una nueva asamblea constituyente resultan irresponsables.

Es cierto que las constituciones son imperfectas, por eso pueden proponerse reformas de acuerdo con el procedimiento previsto en la Carta de 1993 (artículo 206), que demanda un amplio consenso parlamentario para su aprobación e incluso cabe la posibilidad de una consulta popular para confirmarlas. La reforma constitucional está prevista para ajustar y mejorar lo que sea necesario en su contenido.

Los últimos e inéditos cuatro gobiernos democráticos consecutivos han mostrado dos desequilibrios en las relaciones ejecutivo-legislativo que pueden corregirse. Primero, que la moción de censura, o rechazo a la cuestión de confianza, al presidente del Consejo de Ministros solo computan para aplicar la disolución congresal cuando provoca su renovación integral para resolver una crisis de gabinete (artículo 133 CP), no así las que producen un cambio parcial de sus integrantes; segunda, la imposibilidad del presidente de la República para disolver el Congreso el último año de mandato (artículo 134 CP), se compense por el balance de poderes en impedir la vacancia presidencial, por incapacidad moral permanente, a un año de las elecciones generales. Las constituciones no se reemplazan, se reforman.