Cuando cobró vida el Benelux (Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo) en 1948 pregonando la unión aduanera, la génesis de la futura Comisión Europea, o más adelante, por el Tratado de Maastricht, en 1992, la consolidación de la Unión Europea, muchos aseguraron que el concepto “frontera” estaba en desaparición.

Los miembros de la UE se vanagloriaban que las fronteras habían sido vencidas y que sostenerlas era obsoleto relievando como ejemplo de un Viejo Continente sin fronteras el exitoso proceso de integración económica de la Unión. Creyeron, entonces, que las fronteras y la soberanía de los Estados modernos eran cosas del pasado cual legado de la histórica Paz de Westfalia de 1648 que puso fin a la Guerra de los Treinta Años, y la verdad es que los últimos acontecimientos en Europa más bien están confirmando la importancia de las fronteras y el valor de la soberanía nacional. Me explico. Para nadie es un secreto que las últimas y grandes oleadas migratorias hacia Europa provenientes del violento y castigado Medio Oriente, particularmente de Siria, han alterado la vida europea haciendo reaccionar a sus autoridades de manera distinta a lo que les había enseñado Maastricht. Las fronteras libres lo han sido siempre para las facilidades de integración económica, nada más. El referido problema migratorio, que está haciendo colapsar a Grecia por estos días, ha llevado a que prácticamente todos los miembros de la UE cierren sus fronteras estatales restringiendo el ingreso de los que huyen de la barbarie.

Las decisiones son unilaterales, es decir, cada Estado está tomando duras provisiones de carácter soberano y decide por diversas causales el ingreso en su país.