La situación de las cárceles frente a la pandemia está mereciendo una necesaria aunque tardía atención por parte de los poderes del Estado. A raíz de esta coyuntura, quisiera recordar la realidad que vive un centro de reclusión poco mencionado en las noticias: El Centro Juvenil de Diagnóstico y Rehabilitación Santa Margarita, el único para mujeres en todo el país.

El espacio tiene muchas carencias: a la sobrepoblación se suma la falta de servicios de salud adecuados, personal insuficiente y sin condiciones laborales justas, ausencia de programas integrales para la resocialización. A diferencia de Maranguita - presente en el imaginario colectivo debido a las revueltas - nadie se acuerda que existe Santa Margarita. La sociedad prefiere olvidar a las adolescentes que ahí se encuentran. Como si ser privado de la libertad implicase también ser privado de la dignidad que todos tenemos como personas.

Incluso si esa justificación fuese válida (que no lo es), la realidad siempre es más compleja que los juicios morales absolutos a los que nos hemos acostumbrado. Recuerdo, por ejemplo, haber conocido en una visita inopinada a internas condenadas por el delito de parricidio, que contaban haber actuado en defensa propia para frenar una situación de abuso sexual sistemático. Si no se tratara de adolescentes pobres sin acceso a una defensa legal de calidad, ¿estarían hoy encerradas, o habrían sido liberadas por actuar en defensa propia? Como suele ocurrir en estas tragedias, la desigualdad se hace presente con intensa crueldad.

¿La súbita conciencia colectiva sobre la problemática carcelaria en el país ayudará a que la situación en Santa Margarita cambie? Espero que sí. Tanta pena no aguanta más olvido.