En el debate público, quienes estuvieron a favor de la derogación de la Ley de Promoción Agraria son izquierdistas nefastos y quienes estuvieron en contra son conservadores acérrimos de derecha.

Afirmaciones como “la ley agraria debe ser derogada porque es un régimen de explotación” o el argumento contrapuesto “la ley agraria no debe ser derogada porque es el primer paso de la izquierda hacia la dominación total”, no deberían ser argumentos válidos. Son frases que tienen más de convicciones morales que de argumentos.

Cuando estamos convencidos de que algo es moralmente correcto (o incorrecto), es más difícil que tengamos conversaciones con gente que no piensa como nosotros y que hagamos concesiones al respecto. Esto nos lleva a discusiones que se mantienen en la superficie del asunto y evita que alcancemos soluciones reales. En este caso, la Ley de Promoción Agraria fue percibida como el problema, y su derogación como la solución.

Pero ¿acaso hemos parado a pensar cuáles son las implicancias reales de la derogación de la ley agraria? ¿En qué medida su derogación abordará los problemas que aquejan a los trabajadores agrícolas? Por otro lado, defender que la ley agraria es una maravilla es igual de fútil, pues se debe reconocer la legitimidad de los reclamos, admitir que no todo es perfecto, y empatizar con el hecho de que sí existe un problema por resolver.

Un mundo polarizado empuja a la discusión pública a tornarse binaria; la divide en dos bandos en función de argumentos simplistas y contrapuestos, esquivando la esencia de los temas que verdaderamente tendrían que estarse discutiendo.

Es urgente que de acá en adelante prevalezca el pensamiento crítico. En la vida real las cosas nunca son tan simples y las soluciones van más allá de la derogación o permanencia de una ley. Aprendamos a cuestionar aquellos discursos que simplifiquen demasiado una situación. La realidad siempre será más compleja.

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