La muerte de Carlos Alberto Montaner me ha hecho pensar, nuevamente, en ese misterio insondable que es la libertad. Conocí a Montaner hace años y lo visité varias veces en Miami, en su casa de Brickell, donde pude disfrutar de su vasta cultura, su agudo análisis y esa bonhomía propia de las personas que conocen el exilio. Sí, Montaner era un exiliado que miraba el mar desde su departamento, pensando en su país, en Cuba. Al menos eso me dijo mientras me obsequiaba nuestra última copa de ron. Los exiliados, los forzosos y los voluntarios, desarrollan una pasión especial por la libertad, porque son consciente de su fragilidad, del aura mágica que rodea su ejercicio, de la capacidad infinita del ser humano ante la variedad, el multiverso de su destino, cuando asumes conscientemente que el timón, de una u otra manera, permanece en tus manos.

Podemos usar la libertad bien o mal, pero para eso hace falta comprender que bondad y maldad son realidades objetivas que determinan nuestra existencia. Nada más alejado del relativismo que la libertad, por paradójico que esto suene. Es decir, la libertad puede ser mal empleada convirtiéndose en libertinaje, en libertad luciferina. Tal rebelión siempre implica una mentira y esa mentira nos encadena a una realidad que no existe, a un sueño del que tarde o temprano debemos despertar.

Por eso el relativismo apela al apotegma inverso. Allí donde el cristianismo dice “la verdad os hará libres”, el relativismo sostiene que “la libertad os hará verdaderos”. No se trata solo de la subversión de las palabras, si no más bien de la tergiversación total de la propia noción de libertad. Así, el “todo vale” triunfa, lo que siempre es un signo de declive y, por qué no, de desesperación.

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