La guerra política que padecemos no cesará hasta que no se restablezca el equilibrio entre el control y la libertad. Ciertamente, el precio de la libertad es la eterna vigilancia, pero la eterna vigilancia no equivale a la persecución política por motivos partidistas. Hemos padecido una etapa oscura de terror judicial y policial, etapa que todavía no cesa del todo. Por eso, para restablecer el Estado de Derecho, tenemos que buscar pactos viables que nos permitan juzgar a los investigados cumpliendo con todas las garantías. El debido proceso es para todos y, precisamente por eso, es una columna de la vida en democracia. El abuso y la persecución tienen que terminar.
El último freno, la última barrera para evitar la anarquía es la independencia de los buenos funcionarios públicos. La autoridad es el muro contra los excesos del poder. Para asegurar la independencia necesitamos gente preparada, con sentido común y comprometida con el sistema democrático. La tiranía ronda cuando se impone un momento populista, un espasmo revolucionario. Cuando alguno cree ser la reencarnación de Robespierre se inicia el terror y la persecución. Por eso, la formación de gente independiente se convierte en una cuestión de vida o muerte. Solo un Estado que respeta los fueros de la independencia es capaz de sobrevivir y desarrollarse. De lo contrario, caemos en un sistema de autómatas, donde un poder omnímodo aspira a establecer su voluntad. Ese es el camino de toda tiranía.
Restablecer un control efectivo implica respetar los fueros de los organismos autónomos. Tarde o temprano se escribirá la historia de la última persecución política. Lo que sucedió con Alan García es un ejemplo patente de cómo se puede torcer la justicia en función al poder de turno. ¿Queremos repetir la tragedia y la farsa de una venganza que se quiere hacer pasar por justicia?