Desde que cayera Muamar Gadafi, presidente de Libia, en 2011, derrocado por las fuerzas del Consejo Nacional de Transición, apoyadas preliminarmente por las de la OTAN, la gobernabilidad en ese país prácticamente no existe y no precisamente porque el exdictador pudiera solventarla, sino porque no hubo un mecanismo de autoridad debidamente ensamblado que pudiera asegurar la estabilidad política en todo el territorio.

Trípoli, la capital, entonces, se convirtió en el escenario ideal para que prosperaran fuerzas insurgentes y amorfas que vienen buscando controlar el país a cualquier costo.

El reciente secuestro de los diez funcionarios de la Embajada de Túnez en Libia por los grupos terroristas que operan en este país confirma la grave situación, propia de un Estado fallido, y que comienza a tomar más fuerza en este país africano de más de 5.6 millones de habitantes.

El comunicado del Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Tunecina, que comprensiblemente condena el suceso, puede resultar finalmente ingenuo cuando señala que se trata de un “ataque a la soberanía nacional tunecina y una violación flagrante de las leyes internacionales”. Recordemos que al Estado Islámico, que opera a sus anchas en el país, las normas internacionales consagradas en la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas de 1961 realmente no le importan, aunque cueste entenderlo. Los terroristas son actores no convencionales de las relaciones internacionales que no respetan ningún tratado ni presupuestos acordados por la comunidad internacional.

Ya mismo en Trípoli operan dos gobiernos rivales de tendencia islámica y uno tercero en Tobruk, al este del país. Ubicado en pleno Magreb, Libia, entonces, se ha convertido en un Estado completamente inseguro donde no existen garantías de nada, y para ello vasta ver cómo el propio Estado Islámico ya tiene el control de las ciudades de Sirte y Dema, agudizando el desgobierno y el imperio de la anarquía.

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