Mil quinientos cincuenta millones de deuda en contingencias por deudas y costos es el presente griego que deja el villaranismo a la capital. Un caballo de Troya quebrado e ineficaz vendría a ser la herencia de la “socialdemocracia moderna” que durante cuatro años convirtió a Lima en un parque temático de “construcción de ciudadanía”, una especie de mundo de teletubbies donde la gestión fue reemplazada por el sucedáneo vicioso de la ideología.

Indigna la opacidad, la oscuridad manifiesta con que ha trabajado el villaranismo las cuentas de Lima, sobre todo porque Susana Villarán se presentó durante todo su desastroso gobierno como el epítome de la transparencia, el ejemplo perfecto de la decencia, el faro impoluto de la virtud. Hoy sabemos bien que siempre hay que sospechar del fariseísmo político, de esos que juegan para la tribuna envolviéndose en el manto de la virtud. Predicar la virtud no es lo mismo que ejercerla. Y ante la nebulosa villaranista, ante la Costa Verde, frente a la quiebra de la Beneficencia, la destrucción de la obra pública y la incapacidad del Corredor Azul, todos los limeños tenemos derecho a sospechar y acusar.

La inflación de personal y gasto corriente que la izquierda ha provocado en Lima, calza perfectamente con el infantilismo político que caracteriza a los caviares. Ante tanta putrefacción y anarquía, Susana Villarán se equivoca si piensa que un supuesto retiro voluntario al cementerio político basta para purgar sus errores y excesos. Todo este desmadre de hechos objetivos y punibles amerita la más rigurosa investigación. La Lima quebrada no puede quedar impune. La Lima triunfante, la del 80% de rechazo a la peor gestión de nuestra historia metropolitana, bien merece una clara explicación.