Para los peruanos, era un secreto a voces la forma como algunas grandes empresas venían corroyendo los cimientos sobre los cuales se debe construir una República. No existe honestidad en el manejo del dinero público, que el país con mucho esfuerzo consigue para que se hagan obras o se paguen servicios que beneficien a la colectividad. Se perdió el respeto y la preocupación por los demás, especialmente por los más necesitados.

Lo que sorprende no es el descubrimiento de la corrupción, sino que en la época democrática se haya repetido lo que pasó en la dictadura Fujimorista, como se ha demostrado con las últimas revelaciones de los casos Odebrecht y otras empresas brasileñas. La corrupción en épocas democráticas tiene el agravante de la ruptura de una ilusión, y la dificultad de repararla. En una dictadura -como la de Fujimori en Perú o la de Maduro en Venezuela-, la rapiña es lo común. Ya nadie se sorprende. Pero en una democracia deberían haber caminos para atajar ese mal. ¿Por qué no funcionaron esos mecanismos?

Primero, porque existe un ensalzamiento dogmático de un supuesto pragmatismo individualista (no personalista). Porque “vale todo” para hacerse rico. No importa si la plata que se maneja es de otros -o del pueblo- o si se puede hacer con aquella una obra importante para los demás. Lo social se ha dejado de lado. Todo lo que aparece como colectivo carece del “lustre mágico” del talento de los genios. Como si se pensara que la obra social jalara a las personas hacia abajo, considerándose un refugio de la mediocridad.

Segundo, porque se ha premiado una supuesta eficacia sobre la moral. “Roba pero hace obra” es la manida frase que no se ha querido erradicar del país. Esta frase se ha mantenido con la complacencia de todos los que se han presentado como moralizadores -como catones periodísticos o cabezas de organizaciones de “santones cívicos”- que dictaban la pauta cuando fueron incapaces de levantar la voz durante la época dictatorial. La corrupción no se perdona con la eficacia. Y sobre todo, la corrupción nunca resulta eficaz. Se roba más de lo que se hace. Y el daño que se hace al país, no es fácil de reparar.

Tercero, porque los partidos se han envilecido. Se han convertido en clubes electorales, sin procesos formativos ni ideales que perseguir. Aconchados entre ellos, dictándose leyes de beneficio mutuo para perdurar sin tener ni identidad ni propuesta, evitan que otros puedan participar en un proceso limpio que los remplace. Los partidos políticos ya no ofrecen ninguna esperanza.

Cuarto, porque una parte cuantiosa de la prensa ha preferido callarse en este tema por años y ha silenciado a quienes se la ponían incómoda a ese “establishment” que esas empresas y esos funcionarios crearon en su beneficio, auspiciando por el contrario que quienes generaron la corrupción dicten clases de honradez, perpetuando la doble moral, hoy desnudada.

Quinto, porque existe una falta de compromiso para apoyar proyectos regeneradores. La gente quiere criticar sin comprometerse. Pecado de omisión. Todos tenemos que involucrarnos en proyectos de desarrollo y política. Con lo que tengamos más: capacidad, tiempo, dinero.

Hay más causas; pero estas son muy graves. Por ahora, tenemos que salir del cuarto sótano donde nos han colocado quienes han dirigido nuestro país todos estos años. Hay que luchar contra todo ello. Aunque parezca imposible. La esperanza de Basadre volverá a estar a prueba: el Perú tendrá que ser más grande que sus problemas.