Una sentencia de la Corte Europea de Estrasburgo ordena desconectar a un bebé británico de 11 meses de edad. Los padres de Charlie Gard -ese es su nombre- se oponen refiriendo que en EE.UU. existen evidencias de trabajos experimentales exitosos para superar el estrago clínico. La noticia se ha extendido por toda Europa y EE.UU., principalmente, poniendo en la mesa el debate sobre lo que debe ejecutarse. Al cierre de esta columna aún no se sabe la decisión definitiva del tribunal. Una de las preguntas más importantes gira en torno al valor de la vida humana. Si el hombre tuviera dos o tres vidas, sencillamente no habría debate. La vida es una sola y su valoración tiene diversos puntos de partida, todos ellos con enfoques respetables según la formación humanística de los que deben decidir. Más allá de las reflexiones filosóficas donde todas quieren postular sus verdades como absolutas, lo cierto es que la vida es única e inconmensurable. La actitud de los padres de Charlie, que se resisten a aceptar cualquier decisión judicial contraria a su voluntad pues tienen la esperanza de que un protocolo médico de campo podrá devolverles a su niño en condiciones de normalidad, es absolutamente comprensible. La ciencia tiene sus límites, pero la fe no. No toda la vida humana se explica desde la ciencia; es más, los grandes científicos de la historia, que además han sido grandes creyentes, han terminado rendidos a la fe al advertir que su ciencia termina subordinada frente a lo trascendente que es la vida. Si los padres de Charlie tienen fe en que pueda recuperarse, pues ese es su derecho, que debe ser preservado hasta el final. Charlie mismo es una persona humana con derechos que no puede ejercer y, lo más trágico, sus estados biológico y clínico de indefensión, que le impiden decidir, deben merecer el máximo de protección. Mi apuesta siempre ha sido y será por la vida, y es deber del Derecho hacer todo lo imposible por preservarla.