La elección de Rafael López Aliaga como alcalde de Lima introduce a un actor no menor en la ecuación del poder del momento actual de la política peruana. López Aliaga no solamente es un encarnizado opositor radical al gobierno de Pedro Castillo –su actitud de no querer reunirse con él pinta el tono de confrontación con el que llega a la alcaldía– ni tampoco es simplemente otro candidato presidencial que quedó en stand by por la irrupción del actual presidente.
En agregar a lo anterior, López Aliaga es prácticamente el jefe de gobierno de una de las ciudades -estado más importante de Latinoamérica, una mega urbe con casi la tercera parte de la población del Perú y que por sí sola haría la población de algunos países de la región. Además, llega a la alcaldía con una fuerte carga ideológica que inclusive nutre desde sus profundas convicciones religiosas. A lo que hay que agregar su consolidada preparación académica en el campo de las finanzas avanzadas.
A lo que hay que agregar su consolidada preparación académica en el campo de las finanzas avanzadas y su desempeño como catedrático universitario por tres décadas. Y por cierto, con el aval de su condición de empresario de alto vuelo.
No llega pues a la Alcaldía de Lima alguien sin preparación ni convicciones políticas que se va a asustar con la declaración de un ministro o con un desplante presidencial. Lo que augura nuevos vientos de turbulencia en nuestra política, que tendrá en el alcalde de Lima no a un simple ejecutor de obras, sino a un político que planteará una lucha de ideas a confrontar con las fuerzas de izquierda en el poder, y con las otras, abroqueladas en lo que se ha venido a denominar la izquierda caviar. Y esto le asegura muchos enemigos desde antes de asumir. Pero en medio de esta batahola de acciones y pasiones, López Aliaga deberá hallar el equilibrio del estadista y no perder de vista para qué fue elegido.