La revelación de los bufetes congresales con precios de 80 soles por cada almuerzo y cena, y de 30 soles para los desayunos, parece ser una muestra del empecinamiento incansable del Congreso por ser el gran receptor del escarnio público.

No sé si indigna más el hecho mismo de por sí grave o el desparpajo de los propios legisladores para hacerse los desentendidos (“yo no como mucho”, “solo tomo agua”, “casi ni voy”) y hasta para defender lo que es, a todas luces, un atentado contra el decoro, la ética y la consideración social en un país en el que los comedores populares sufren para reunir los alimentos que les permitan cocinar un almuerzo elemental o insuficiente ante los escasos recursos que poseen. Para nadar aquí, se unen todos, de derecha a izquierda, y se convierten en caimanes del mismo pozo.

Un Parlamento ya lleno de gollerías, con ingresos de casi 100 mil dólares anuales, con viajes onerosos e injustificados y que hacen de la semana de representación un remedo de trabajo muestra que no solo los implicados en oscuros negociados o tráfico de cargos públicos, es decir no solo “Los Niños” vendiendo sus votos al poder, se negaban a dejar este reino de beneficios insolentes que dañan la moral pública.

Pueden comer caviar si quieren, beber agua Evian, importar carne argentina o jamón español, engullirse hasta reventar si lo desean, pero ¡con su plata! y no con la de todos los peruanos. No olviden que viven en un país en el que el sueldo mínimo es de 1025 soles mensuales, con una pobreza extrema que bordea el 26% y donde de cada 10 trabajadores, ocho son informales.

Debería darles vergüenza la indecencia de su proceder y el cinismo de sus argumentos, deberían sonrojarse ante quienes les preguntan si hay razones para su despropósito en vez de sonreír y desviar el tema, deberían sentir cuánto puede comer cada peruano de un asentamiento humano con 190 soles, que es el costo de bufete en un día de evento “especial” en el Congreso, pero no lo hacen, no lo van a hacer porque son unos caraduras.