Los debates electorales no son concursos de oratoria, tampoco de simpatía, menos de quién es el candidato más irónico, con reflejos y agilidad mental al frente de otros que también desean llegar a la Presidencia de la República; sin embargo, la facilidad de palabra, carisma, energía y capacidad son factores que contribuyen para ganar el voto ciudadano.

En la práctica, los candidatos más preparados para el mundo profesional no necesariamente se desenvuelven igual en la arena política, pues, si bien el zoon politikon (animal político) es connatural a la persona humana, es resultado de una probada vocación y trayectoria en el tiempo. En el primer día del debate un candidato rezagado en las encuestas destacó con su performance, cierto es que su experiencia en medios le dio ventaja, pero su verbo recordaba los años ochenta, hijo de los políticos de la vieja guardia que los jóvenes descubrieron tardíamente. En la segunda fecha, un expresidente con baja preferencia electoral aparece con un perfil mejorado en comparación con su mandato de 2011 a 2016, tampoco es casual.

En el marco de la reforma política, si la finalidad del financiamiento público de las campañas electorales aprobado vía referéndum era poner el piso parejo para todos los candidatos, los debates deberían producirse durante todo el mes de marzo para que los menos afortunados con la intención de voto ciudadano tengan tiempo para remontar. La cobertura mediática en señal abierta mantiene el monopolio para la visibilidad de los candidatos, programas, fortalezas y pasivos durante la campaña. Un problema aparte son las elecciones al Congreso, cuando se siguen las entrevistas y debates televisivos en los medios de alcance nacional, pareciera que los únicos postulantes están en la capital. En el bicentenario, la cobertura a las campañas electorales sigue siendo centralista.

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