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La sociedad internacional esclavista legitimada por los sabios de Grecia ha desaparecido. Distinto es que persistan formas de reducción de la libertad y dignidad humanas que colocan al hombre en un estado de infame humillación. Para acabar con lo primero sobrevino la Revolución Francesa (1789) y para luchar contra lo segundo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (1948), cuyo 68° aniversario ayer hemos celebrado. Aceptar que todos los seres humanos somos iguales por naturaleza -a eso jurídicamente denominamos derecho natural- no debería ser mayor problema, pero lo es por la nefasta carga del prejuicio del hombre. Esto último está determinado por la educación, pero sobre todo por el proceso cultural histórico. Lo voy a explicar. El mundo tiene a la especie humana en lugar privilegiado, que lo domina por su racionalidad, un atributo inexistente en los demás huéspedes del planeta. A pesar de ello, por ejemplo, algunos hombres blancos no se consideran iguales a otros negros, o lo que es peor, se creen superiores. La cultura en el proceso histórico juega su rol y por supuesto -hay que decirlo- está poderosamente alineada. Un hombre negro por solamente serlo era un siervo o cosa en los tiempos de Roma y un hombre negro por solamente serlo es el botones ideal en un hotel de cinco estrellas. No estoy hablando de la dignidad del trabajo, que se conserva impoluta, sino de cómo a los modos de producción y a la cultura les falta evolucionar en la sociedad contemporánea. Jurídicamente se dio el paso y por eso la igualdad de los hombres ante la ley es una garantía. Esto último es lo que sigue invocando la Declaración de 1948, pero el pétreo y dominante proceso cultural sigue mereciendo una larga e indoblegable lucha.