Irrumpir con gritos e insultos la presentación de un libro, cualquiera que fuese (salvo que sean subversivos cometiendo el delito de apología) es un acto de intolerancia que deja muy mal a la sociedad protagonista del incidente. Por supuesto que hay que condenar la hostilidad de La Resistencia frente a la presentación del libro del expresidente Francisco Sagasti (más allá si fuese o no real la solicitud de la firma de un emerretista) pero habría que preguntarse dónde estuvieron todos estos indignados, estos cultores de la tolerancia y la apertura, estos adalides de la condescendencia y la comprensión en otros casos, sin duda más atroces, de radicalismo y extremismo.
¿Dónde estuvo, por ejemplo, Tatiana Astengo, que llama vándalos a los de la librería pero celebró cuando fueron a la casa de Manuel Merino de Lama? ¿Y cuando decenas fueron al departamento de Beto Ortiz? ¿Salió Veronika Mendoza a expresar su solidaridad con el periodista? ¿Susel Paredes pidió que la Fiscalía intervenga?. “A esos energúmenos, extremistas debe caerles todo el peso de la ley”, ha dicho Sagasti. ¿Igual que a Carlos Ezeta, que de un puñetazo le partió la nariz a Ricardo Burga?
¿Ha dicho algo Sagasti desde el 24 de noviembre cuando la Fiscalía decidió no seguir investigando a Ezeta? Por ese escandaloso caso, ¿cuántos han reclamado, protestado? ¿Cuántos de los que hoy se indignan allí se indignaron? ¿No son también extremistas los que llaman “odiadores” a otros y no reconocen sus propios, sedimentados, odios? ¿Los que observan la realidad bajo el barniz de una ideología, y no persiguen principios, sino conveniencias? Porque no hay mayor intolerancia que el sesgo, que el bando, que la inclinación. Son ellos los que también gritan con sus silencios y agreden, megáfono en mano, con su parcialidad. Ellos también son extremistas.