Los miembros de un partido político no tienen que compartir tanto en común como normalmente se piensa. Al interior de cada uno pueden coexistir gente creyente o no en alguna religión, que guste de determinadas comidas, equipos de fútbol o estilos de vida, o que esté comprometida con una de las miles de causas sociales existentes, desde el calentamiento global hasta la defensa de animales.

En realidad, a partir de las definiciones de los referentes de la ciencia política (Duverger, Sartori, Weber, entre otros), lo que debe unirlos es el propósito de alcanzar el poder político para implementar una visión general de sociedad. Gran ejemplo de esto lo entrega el sistema de partidos estadounidense, donde se puede encontrar a un Ted Cruz para quien la familia y la religión son vitales en su vida, junto a un Clint Eastwood que apoya las políticas pro-mercado y el bajo intervencionismo estatal y al mismo tiempo acepta el matrimonio gay. Y nadie, absolutamente nadie en EEUU va a decir que uno u otro es más republicano.

Para que los partidos funcionen deben entonces establecer una plataforma central de ideas sobre la cual, articular voluntades diversas y heterogéneas. No pueden ser muchas. Y no deben caer en incorporar en ella temáticas propias de grupos pequeños de interés. Esas otras agendas se tramitan en el activismo social, más no en el terreno de los partidos.

Los grandes temas son, por ejemplo, cómo hacer más acelerado el desarrollo, cuál es el énfasis de la educación que deben tener nuestros hijos, qué tipo de Estado necesitamos, cómo lograr hacer más segura nuestra vida cotidiana, qué soluciones le damos al déficit de infraestructura o qué postura asumimos ante el entorno internacional. Por todo ello, temas de alta controversia como por ejemplo la agenda LGTB o la anti LGTB, la agenda feminista o la anti feminista, o la agenda taurina o la anti-taurina, no debieran ser parte de la plataforma central de un partido político.

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