Hablar de la influencia de Alberto Fujimori en la vida de los peruanos siempre queda corto, pero voy a apelar al recuerdo desde su aparición en la campaña del 90 frente a Mario Vargas Llosa. En mi casa no se hablaba de otra cosa que de las elecciones: con el escritor nos íbamos a morir de hambre y con el ingeniero, de Cambio 90, el país tendría honradez, tecnología y trabajo.Mi padre, trabajador del Instituto Peruano de Seguridad Social, lo que ahora es EsSalud, fue quien recibió el primer impacto del fujimorismo. Obtuvo un incentivo involuntario para dejar su puesto estable por una jubilación anticipada, así perdería su empleo de más de 20 años continuos. Era la primera vez que lo veía renegar. Se enganchó en la actividad privada, donde le fue mucho mejor.En septiembre de 1997 fue mi primera clase como estudiante en la Universidad Nacional de Trujillo, que había padecido huelgas prolongadas en perjuicio de los alumnos. Para poder nivelarse hicimos tres ciclos por año, lo que aceleró nuestro bachillerato en cuatro años y meses, gracias además a que las movilizaciones de los docentes fueron reducidas por la represión policial. Si marchabas eras terrorista.En el 2000, la interpretación de la Constitución sobre la reelección fue manoseada para que Fujimori pueda postular, los medios de comunicación eran asquerosos con las cortinas de humo, los muertos ya no se contaban con las manos y Montesinos se carcajeaba desde el velero Carisma con sus millones de soles por su tiempo de siniestro servicio al país.Todo había sobrepasado a la reforma de la economía, a las privatizaciones necesarias y al ordenamiento del aparato público tras el desastre del gobierno aprista. Lamentablemente, todo lo bueno se fue al tacho de sangre y corrupción. La era de los Fujimori no acaba con la muerte de su líder, como tampoco el resentimiento por la presencia familiar.

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