El fallo de la sala de la Corte Suprema presidida por César San Martín, que el 21 de diciembre de 2009 archivó de manera definitiva el caso Madre Mía, ha sido uno de los más grandes fracasos de la justicia peruana. Desde que se conocieron estos hechos, protagonizados por Ollanta Humala, era meridianamente claro para la prensa que los elementos para procesar al líder nacionalista eran suficientes. 

Y ahora, 11 años después, no me creo la tesis que con tanto esmero esboza San Martín en el sentido de que no existieron las pruebas para determinar que el expresidente acabó con la vida de Natividad Ávila y de su esposo, Benigno Sulca. ¿Dónde quedó el valioso, valiente e incólume testimonio de Teresa Ávila? ¿No fue acaso sospechoso que Jorge Ávila cambiara repentinamente de versión? ¿Y las muertes? Los cuerpos desaparecieron. ¿A la justicia nunca le interesó investigar quién acabó con la vida de estas personas? ¿Desaparecieron y ya, a olvidarse de ellas? Desde 2006, Humala se convirtió en un personaje que convivió con el poder; desde 2011, lo ejerció sin atenuantes. 

No me quedan dudas entonces de que el interés político se superpuso a elementales criterios judiciales y fue limpiado con evidente desvergüenza. Por eso, haría bien el Congreso en formar una comisión que investigue estos hechos y que tenga como punto de partida la insólita forma en que los audios de la compra de testigos se escondieron impunemente durante seis años. Porque el derecho inalienable a la verdad debe incluir la actuación de jueces y fiscales, y porque, así como en el caso “Lava Jato”, es indispensable que el soporte jurídico del país no exhiba grietas ni tolere fraudes. Quizá entonces algunos falsos mitos empiecen a derrumbarse.