“Las ciudades no existen, existes tú”, decía el poeta Antonio Cisneros, el oso hormiguero, al que escuchaba en su programa de radio cuando era feliz e indocumentado, hace más de veinte años. Algo de razón no le faltaba, ya que la memoria de todo lo vivido, los recuerdos intensos y brillantes, las ensoñaciones del pasado, tamizan nuestras vidas, las elevan o degradan, las magnifican o las opacan. Los recuerdos sobre los viajes hechos, aquellos fraguados en la aventura del exilio y lo que queda de la felicidad esquiva del ostracismo, todo eso es atesorado en nuestros corazones como perlas brillantes de las que nunca se deja de aprender.

Soy de los que piensan que vivir fuera de tu país te convierte en parte de una gens especial, no sé si privilegiada, pero sí distinta, diferente. No conozco a ningún peruano inmigrante que no piense todos los días en su gente, en su tierra, en sus amigos, en su familia. Todos los días mientras dure el exilio voluntario del que trabaja fuera del país. El Perú, ese gran tema recurrente, lo llena todo, lo abarca todo, lo encarna todo. El expatriado puede crecer, puede vivir intensamente, pero extraña la tierra de bronce que lo vio nacer. La extraña aún sabiendo que tarde o temprano regresará, como retornan las ballenas a morir a esas playas que las vieron nacer.

Mientras tanto, existen las ciudades. Existe Madrid. Urbe privilegiada que acoge a miles de peruanos que ensayan emprendimientos y triunfan a escala global. La sangre peruana nutre las calles de la Villa y Corte, transformando el horizonte madrileño y fusionándolo todo. Aquí también están todas las sangres. Y eso vale un Perú.

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