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Me alegra -y mucho- que el Perú se haya puesto en primera línea del repudio al régimen autócrata socialista de Venezuela, hoy personificado en Nicolás Maduro, quien prepotentemente amenaza con venir, aunque se le ha retirado públicamente la invitación oficial. De esta manera, Lima nuevamente responde a Caracas con rebeldía, como en el siglo XIX. No cabía otra. Los insultos reiterados de Maduro, así como su desdén por las formas democráticas elementales, lo hacen indigerible en cualquier cónclave de mandatarios latinoamericanos. Si a eso le sumamos que se siente acorralado y su incontinente tendencia al comportamiento de un barrabrava o al de un borrachín de cantina, su presencia conllevaba demasiado riesgo. Y es que a medida que Maduro se siente más acorralado, se torna más peligroso. No sorprendería que llegaría al punto de matar a sus enemigos políticos si tiene que hacerlo; porque se siente un predestinado, un mesías, igual que su mentor, el comandante Hugo Chávez. Como él, es poseedor de un convencimiento que ya raya en fanatismo; ello lo lleva por el mismo camino de la verborrea desencajada y lanzabarro. Las únicas diferencias que lo lapidan son que carece del carisma de Chávez y tiene mucho menos dinero por el petróleo que su antecesor. Sin embargo, por lo demás, son lo mismo: socialistas clásicos, portadores de una visión del mundo adherida estrictamente a los cánones de la izquierda típica latinoamericana. Por algo aquí lo celebran como ídolo todas las izquierdas locales, con algunas excepciones de esos que siempre buscan guardar las formas por conveniencia. El problema es que gran parte de los venezolanos opositores a Maduro son tan socialistas como él, solo que con otras “maneras democráticas”. Basta revisar el discurso de sus opositores con mayor visibilidad mediática. Muchos quienes lo critican incluso añoran a Chávez. Así, ni Bruce Willis.

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