Parecía eterno porque le venía gambeteado a la muerte desde hace 30 años, cuando decidió vivir en las cornisas de la vida, coqueteando con el abismo. Sabía que Italia 90 había sido su última página gloriosa. A partir de entonces, sus hijas y sus padres eran su motivación de vida. Pero sus hijas se alejaron y sus padres fallecieron. A los sesenta años, parece que ya no quiso gambetear más y se dejó ir. Cansado de ser faltado en su dignidad, de la persecución implacable de las cámaras desde que era un pibito de 15 años, fue demasiado tiempo de aguante.

Maradona siguió siempre su propio camino, aunque nunca dejó de dignificar a los equipos en que jugó, aportando todo lo suyo al colectivo. Pero siguió hasta el final su propia e indomesticable ruta, como cuando decidía en las canchas tomar la pelota y enfrentar a dos, cuatro, seis oponentes y dejarlos varados en el verde solo mirándole el diez en la espalda. Imparable, simplemente. Por eso no reparó en el dolor que nos dejaba a sus millones de fanáticos que le agradecemos la era que nos regaló. Con Diego, a los jóvenes de los 80 se nos va un trozo de reserva de juventud. Se nos esfumó gran parte de la ilusión de chicos. Ahora somos más viejos.

Se convirtió en uno más de la familia de muchos de nosotros. Aunque se llenó de cancerberos que le sacaban todo en internet de sus episodios íntimos, quedó claro en las últimas horas que nada hizo mella en su impronta. No solo decretó levantado de facto el distanciamiento social en Buenos Aires, sino zanjó para siempre la polémica sobre el mejor argentino en una cancha de fútbol. Argentino de nacimiento, todos lo adoptamos con nuestras propias camisetas, porque todos nos hicimos nuestro pedazo de historia personal con Diego. El argentino más universal de todos. De hecho, ni siquiera terráqueo: Maradona era de otro mundo. Hoy está donde pertenece. Con las estrellas.

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