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Yo crecí en una familia donde cada domingo nos sentábamos a la mesa los chicos al lado de los adultos, y mi abuela abría y cerraba la puerta de vaivén que comunicaba el comedor con la cocina, con la olla por delante, agarrando fuertemente las asas, delantal con manchas de salsas, y cucharón de palo en la mano, dando indicaciones del orden en que cada uno debía servirse las cosas sin detenerse. Y no se sentaba nunca. Una típica abuela limeña, creo. Ceviche, carapulcra, cau cau, seco de carne y frejoles, tamales, salsas de cebolla, ajíes, chicha para los chicos, pisco para los grandes. Eso era un domingo para mí. Jugar alrededor de la mesa, y tratar de esquivar a mi tía con la jarra de chicha, y a mi madre con una fuente de ensalada que sólo ella comería. Lo que mas claramente recuerdo, además del sabor de esa carapulcra, es La cara de mi abuela, tratando de leernos a todos, sin decir palabra. Queriendo medir en nuestros gestos, con cada bocado, qué tan rico le salió esa vez. Después preguntaba alzando un poco la voz: ¿y qué tal está?”, esperando la respuesta antes de sentarse y disfrutar ella misma, nunca habiéndose quejado, ni por un segundo, de haber dejado en esa cocina 4 a 5 horas de su día para satisfacernos, por el contrario. Yo no tengo duda que ella era mas feliz los domingos.

Resulta que en mi búsqueda obsesiva e insaciable por la innovación y la creatividad, finalmente me doy cuenta que la historia es la misma. Cuando reflexiono sobre el futuro, puedo verme en ese mismo lugar, esperando leer a la gente, y ser minucioso para que no se escapen detalles, dejando el alma en lo que hago, en lo que hacemos, y esforzándonos muchísimo porque siempre la respuesta sea positiva y podamos disfrutarlo. No estamos tan lejos ella y yo. Ella y nosotros. Y que bueno que así sea.