Cuando la gente viaja, se le abren los ojos, se le abre la mente, se le abre el mundo. Ver y sentir de cerca lo que otros grupos sociales hacen te sirve para ubicarte en el mundo, darte cuenta de lo que haces bien y de lo que no sabes hacer. Apreciar estas diferencias siempre será un enriquecimiento. Un ejemplo frecuente es la comparación que solemos hacer de nuestras ciudades con otras, muy próximas o muy lejanas, donde encontramos mejores conductas cívicas, o hábitos de limpieza o seguridad que nos gustaría importar. Si esto ocurre con algunas actividades humanas, mucho más llama la atención con la conducta política de algunos pueblos. Deberíamos ver las campañas electorales de algunos países, donde a nadie se le ocurre ofrecer un trabajo de gobierno honesto y transparente, a nadie se le pasa por la cabeza ofrecer que va a luchar contra la corrupción. Y no es que no lo planteen en su programa de gobierno porque no tengan corrupción, sino porque cuando se presentan son realmente excepcionales, y sus instituciones tienen suficientes mecanismos para restituir rápidamente la salud de la democracia. Los japoneses -algunos- se suicidan. Aquí se exhibe tanto la palabra honestidad y sus sinónimos que debería darnos vergüenza que no se trate de una virtud tácita e implícita sino la excepción, el punto blanco dentro de una multitud de puntos negros. De forma que los candidatos pidan votos a cambio de honestidad es casi decir que deberían votar por ellos porque el resto no lo es, no lo han sido o no lo serán. Y lo que es peor, que ellos sí lo serán, cuando todos sabemos que los cuatro o cinco últimos gobiernos dijeron una cosa e hicieron otra. Dime de qué presumes y te diré de qué careces.