“Mirar más allá”, “leer entre líneas”, “llegar al fondo del asunto”, son frases que repetimos cotidianamente. Queremos que los niños se conviertan en adultos capaces de hacer todo esto. De tener lo que llamamos “pensamiento crítico”, de discernir y profundizar. Este discernimiento tiene una gran carga afectiva, que vale la pena resaltar. Lo afectivo y lo racional van de la mano, lo sabemos. Lo afectivo influye en lo racional y viceversa.

Desde mi perspectiva, la piedra angular de la capacidad de discernir es la empatía, la capacidad de ver al otro sin proyectarnos, y la voluntad de acompañarlo. Pero antes del desarrollo de la empatía, viene la conexión afectiva, la mirada con afecto, con los ojos del amor. Cuando hemos sido mirados de esta manera, cuando hemos incorporado esa mirada amorosa, cuidadora, somos capaces de ponerla en práctica, de mirar al otro como quisiéramos que nos miren a nosotros.

La mirada amorosa tiene que ver también, con la libertad. Con la libertad de aceptarnos tal como somos y de aceptar a los demás, con sus infinitas particularidades. Y la mirada amorosa tiene que ver con la diferencia, con la valoración de la diferencia y la diversidad.

Otra forma hermosa de ponerlo, como dice un amigo, es “aprender a mirar a los otros con la ternura de un niño” y añadiría con la apertura y curiosidad honesta de los pequeños. Sin embargo, muchas veces no miramos ni escuchamos. Confirmamos estereotipos, porque no nos requieren esfuerzo mental ni emocional.

En vez de escuchar para entender, escuchamos para contestar. Mirar con los ojos del amor requiere un esfuerzo inicial que rápidamente se convierte en un placer; porque al mirar con afecto al otro, también me puedo mirar a mí mismo con amor. Todo lo que le hacemos al otro, nos lo hacemos a nosotros mismos.