Parece mentira cómo hemos aceptado que se graben nuestras conversaciones, quizá desde que con Montesinos veíamos videos día a día que demostraban actos de corrupción. Como fuera, debemos reiterar que no se deben grabar las conversaciones privadas, así el que grabe sea parte de las mismas.

Menos aún lo debe hacer una alta autoridad, como se ha visto con el Contralor que, aparentemente, tenía la pésima costumbre de grabar a diestra y siniestra, incluso a los ministros que conversaban con él. Claro, tomó de su propia medicina cuando a él también lo grabaron ofreciéndose para arreglar una denuncia que le hizo un funcionario por la compra de unos automóviles no declarados.

Debemos tener un mínimo de conciencia ciudadana y de moral que se replique en normas legales: no se graba sin autorización del juez. Pero ¿qué pasa si el que graba es el participante en una conversación? Aparentemente, es legal hacerlo.

Hemos llegado al ridículo de que en las instituciones

públicas se prohíbe entrar con celulares a las oficinas, dejándose estos en portería. Todo ello está muy mal. No solo se graban las conversaciones, también se escuchan, se toman fotos y parecería que la privacidad de los peruanos se ha acabado.

Si bien vivimos en un mundo donde las comunicaciones mueven países, es también cierto que algo de privacidad es necesaria. No se graba, no se escucha, no se leen los correos electrónicos, no se toman fotos sin autorización. Así debe ser y así lo dice la Constitución, donde se señala que toda persona tiene derecho a la intimidad personal, a la voz e imagen propias, al secreto y la inviolabilidad de comunicaciones y documentos privados. Recordemos: lo opuesto es ilegal.