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Cada vez que nuestra sociedad es sacudida por un hecho atroz que atenta contra sus sentimientos -como actos de violación, de terrorismo, de corrupción, etc.-, reaccionamos pidiendo que se suban las penas, que se restablezca la pena de muerte o que se establezca la muerte civil.

Los congresistas se prestan a dictar normas en esa dirección, aunque estas muchas veces colisionan con principios constitucionales y penales, como el de la resocialización de los delincuentes que han cumplido sus condenas, establecido en el inciso 22 del art. 139 de nuestra Constitución. Así, nuestra legislación penal se constituye en un cuerpo legal incoherente y contradictorio.

Aprobar leyes con interdicciones para cada delito -como prohibir que los condenados por terrorismo, corrupción o violación nunca más puedan trabajar para el Estado-, en vez de procurar que estos delitos disminuyan, puede llevar a errores de los cuales podemos más adelante arrepentirnos.

Se hace necesaria una ley -además de la pena privativa de la libertad- que se le aplique a los delincuentes. Por ejemplo, establecer un periodo de interdicción civil, en el cual no se pueda contratar, trabajar o postular a cargos públicos, que podría ser hasta el doble o el triple del tiempo de la condena a prisión.

De esta manera, los jueces -aparte de la condena a prisión- establecerían la interdicción civil. Así evitaremos que se cometan errores que deban ser más tarde enmendados por las instancias internacionales a las cuales el Perú, como país soberano, se ha sometido.