Todos los días, los peruanos somos testigos de algún acto violento que transgrede la ley o los derechos ciudadanos, mientras que, en la otra orilla, el Estado pareciera observar, complacido e impávido, cómo se destruye y resquebraja el “estado de derecho”. Y para muestra, un botón: la paralización por más de 48 días de la mina Cuajone, al sur del país, por protestas de comunidades campesinas quienes ante lo que aducen como “sus derechos”, violan los de los demás y, en este caso puntual, bloquean el acceso al agua, elemento vital y derecho humano intrínseco, a cientos de familias que son víctimas colaterales de la inacción del Estado y su falta de imposición y respeto de la ley. Lo cierto es que la historia nos ha demostrado que no hay libertad sin ley. Las leyes establecen deberes, derechos y responsabilidades para todos los individuos sin distinción, para que la convivencia social sea factible y para ejercer nuestra libertad. Sin ellas, la vida sería un caos. Ronald Reagan señalaba que “debemos rechazar la idea de que cada vez que se rompe la ley, el culpable es la sociedad y no el transgresor”. “Es hora de restaurar el precepto de que cada individuo es responsable de sus acciones”. En síntesis, se puede decir que el imperio de la ley está ligado, indisolublemente, al valor de la autonomía de las personas y su derecho a definir libremente sus planes de vida e identidad, pero, dentro de los marcos establecidos por la ley. Así, no basta saber que todas las personas con las que interactuamos están obligadas a observar ciertas normas, sino, que resulta necesario que estas se cumplan “cabalmente” para lo cual se necesitan mecanismos coercitivos que aseguren su observancia a través de la “sanción por incumplimiento”. Si no hay sanción en caso de incumplimiento, como viene ocurriendo en distintas situaciones en nuestro país, el comportamiento racional se convierte en espejismo. El Estado no puede permitirse permanecer impávido ante la destrucción del principio y respeto de legalidad, salvo que la búsqueda del objetivo principal sea la generación del caos, la destrucción del propio Estado y la refundación de este a través de la imposición del totalitarismo, la restricción de libertades y la pauperización de la población. ¡Despertemos!, que las arbitrariedades que hoy vivimos y estafan groseramente nuestro derecho de vivir en una sociedad pacifica, no nos deseduquen y nos conviertan en aquello a lo que nos quieren llevar. Los ciudadanos, somos los que tenemos el verdadero poder.

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