No me sorprende el anuncio del presidente Barack Obama de visitar Cuba para los días 20 y 21 de marzo próximos y luego seguir rumbo hasta las pampas argentinas para saludar al presidente Mauricio Macri, para ese momento con tres meses y diez días en el poder. Obama sabe que el giro que le dio a la política exterior de su país apuntaba a recomponer una relación fallida con la isla, pero también a mostrar su enorme identificación con Latinoamérica, una característica ausente en los presidentes de la nación más poderosa del planeta. Pero no se crea gratuita su mirada hacia nuestra región. EE.UU. pierde mucho con desatender a nuestros países, que rápidamente son captados por intereses foráneos como China, UE, India, Rusia, Corea del Sur, etc. Desde el comienzo de su gobierno quedó clara la inclinación del primer presidente negro de los EE.UU. hacia los latinos. Ha sido incansable en dictar políticas y leyes para mejorar la condición migratoria de los latinos en el país, la gran mayoría ilegales. Obama sabe que esta política ha sido muy criticada por gente que piensa radicalmente distinto, como el excéntrico Donald Trump, quien viene liderando los resultados en las primarias republicanas. Al presidente le preocupa que todo lo avanzado con Cuba quede en nada. Creo que será difícil que a su salida de la Casa Blanca en enero de 2017 todo vuelva al estado anterior. En las relaciones internacionales, los hechos juegan hacia adelante de manera inexorable y el poder en EE.UU., que no es eterno, lo sabe. Su apego latinoamericanista, visto en su próximo viaje a Cuba, será tan histórico como el de su antecesor Richard Nixon a China, en 1972. Es legítimo y se lo ha ganado.