Anoche, Barack Hussein Obama II, el cuadragésimo cuarto presidente de los Estados Unidos de América, pronunció en acto solemne en la sede del Capitolio, en Washington, su último discurso en esa calidad conforme manda la tradición estadounidense y, por supuesto, la Constitución del país que está vigente desde el 7 de setiembre de 1787, la cual establece que “el Presidente de tiempo a tiempo dará al Congreso información del Estado de la Unión y recomendará para su consideración medidas que juzgue necesarias y convenientes”, habiendo sido George Washington el primer presidente en pronunciarlo el día 8 de enero de 1790. Obama ha sido el primer presidente negro de EE.UU., pero no será recordado por alguna obra trascendente en favor de los cerca de 40 millones de afrodescendientes que cuenta la mayor superpotencia planetaria. Paradójicamente fue John F. Kennedy el presidente blanco que en el siglo XX más pudo hacer por los negros en su país -Abraham Lincoln lo fue en el XIX-, en una época en que, además, apareció su mayor activista, Martin Luther King, asesinado como el primer presidente católico. No obstante, Obama no será recordado como un mal presidente. Durante sus dos mandatos la economía del país creció y en el segundo debió soportar la descomunal oposición republicana. Con todo, Obama acabó con más de 50 años de una política exterior dura e injusta contra Cuba y logró un importante acuerdo nuclear con Irán. En medio del terrorismo, que no pudo aplacar, se ha mostrado sensible con los migrantes, especialmente los latinos y los sirios, uno de estos últimos fue su invitado estelar anoche en el Capitolio. Veamos aún su último año en el poder.