El inmortal papel de Tom Hanks interpretando a un abogado que pierde su trabajo por tener SIDA, llamó la atención, allá por 1993, sobre lo repudiable de la discriminación laboral por cuestiones de enfermedad. Veintisiete años después, el gobierno peruano, mediante Resolución Ministerial No. 239-2020-MINSA, resucitó lo más hediondo de los prejuicios que denunciaba esa película y le dio estatus de legalidad a una nueva forma de discriminación. Y, de paso, a la estigmatización pública de un grueso – nunca mejor dicho – sector de la población: los gordos. ¿La idea de fondo? “Se lo buscaron”. Curiosa similitud con lo que pensaban algunos en los 80s y 90s de los enfermos de SIDA. Pero supongo que el gobierno sabrá que no todos los gordos portan el coronavirus ni padecen de hipertensión ni diabetes y que hay algunos que lo son por desórdenes de tiroides. Pero lo más importante: ¿por qué el Estado debe decidir quién trabaja y quién no? Si soy un anciano de 70 años y quiero trabajar ¿por qué me lo debe impedir la ley si puedo desempeñar una labor de buena manera? Si soy gordo – que lo soy – ¿por qué el Estado me tiene que sacar del mercado laboral si la competencia que enfrento no me ha dejado obsoleto luego de más de treinta años de ejercicio profesional? ¿Quién se cree el Estado para influir en algo tan personal, tan individual como el ejercicio de acciones productivas destinadas, al fin y al cabo, a garantizar la supervivencia propia y la de la familia que depende de uno? Cada uno sabrá cómo se cuida y qué riesgos toma. ¿O qué sigue? ¿Qué el Estado nos elija las parejas con las cuáles aparearnos amparado en que las tasas de divorcio son cada vez más altas? ¿O que se penalice la contratación de hombres dado que más del 60% de los fallecidos por Covid-19 son varones? Con el pretexto de la sanidad pública se legitima así una execrable discriminación. Parece que no aprendimos nada desde Philadelphia.