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Ojalá fuera tan fácil como aplicar la pena de muerte. En los primeros días de febrero, una niña desapareció. A los policías de la comisaría no les pareció motivación suficiente que exista una ley que obliga a movilizarse y emprender la búsqueda en caso se reporte la desaparición de un menor. Tampoco que esta solo tenía 11 años.

La Policía no hizo nada. Un día después, la niña estaba en llamas, muerta, violada, estrangulada.

Los policías tampoco hicieron nada cuando, tiempo atrás, una mujer denunció haber sido violada -tijera en mano- por quien luego sería bautizado por un pueblo indignado como el “Monstruo de la bicicleta”. Ni cuando una también menor de 17 años les dijo que ese mismo hombre la había ultrajado.

El castigo puede ser la cadena perpetua, la castración, la muerte. No importa. No importa porque entre la violación y la sentencia judicial hay un aparato manejado por personas a las que la violencia no les quita el sueño. El policía que ignora la denuncia, el médico legista al que el golpe no le parece tan fuerte, el fiscal indiferente, el juez que con majestuosa imaginación logra siempre inventarle culpas a la víctima.

Mientras en este país una violación no sea suficientemente aberrante como para que los encargados de aplicar la ley decidan hacer su trabajo, no habrá castigo que sirva. Y para eso hace falta, cuando menos, educación y concientización intensa. Al menos así podremos poner la mediocre e insuficiente esperanza en que las generaciones venideras no producirán monstruos en bicicletas.