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El debate por la excarcelación de Osmán Morote y Margot Liendo ha vuelto a dividir al país bajo la sensación de que la justicia promueve la impunidad. Esto es en parte cierto pero, valgan verdades, no lo es en este caso. Ciertamente, la indignación de ver al número 2 de Sendero Luminoso acogido por un cómodo arresto domiciliario alborota las entrañas, pero a la luz de los antecedentes jurídicos, la decisión parece irrefutable. Más allá de la prisión preventiva de la que se ha escrito, el tema de fondo es por qué ambos no cumplían la cadena perpetua. Vayamos a la historia. Morote y Liendo fueron capturados antes del 3 de abril de 1991, cuando un cambio en la legislación incorporó como sanción la cadena perpetua. Hasta antes de esa fecha, la prisión máxima por subversión era solo de 25 años. Capturado en 1988, Morote no podía recibir la cadena perpetua en la sentencia emitida el viernes 13 de octubre de 2006 por la Sala Penal Nacional, presidida entonces por Pablo Talavera. Sin duda lo merecía. Fue el lugarteniente del terror y la insania, quien secundó los coches bomba, los Lucanamarca, los apagones, y obligó a una generación a convivir con la zozobra y el temor. Nos hizo explotar Tarata en la cara. ¿Cómo no odiar su libertad? Pero esa Sala no podía aplicar el criterio de la retroactividad sin desmoronar el sistema jurídico. Hoy estamos atados de pies y manos buscando una rendija para filtrar una luz de justicia. Porque la salida de Morote es injusta como la de Liendo y la de cualquier otro miembro de la sanguinaria cúpula senderista. De todos modos, con arresto o libertad, habrá para Morote un país que le dará la espalda, una población entera que lo mirará con desprecio, una generación entera que le dedicará su constante repudio. Para todos nosotros, para todos ellos, seguirá preso y muerto en vida.