Hay pocas dudas de que habitamos, lamentablemente, un país salvaje. La sensación de que la violación de una regla, la afectación de un derecho o el acometimiento de una injusticia va a ser corregida por los cauces de la ley es en el Perú una utopía y se ha convertido en un modus vivendi.

Sé que no estoy descubriendo nada nuevo pero es bueno recordarlo. Y nadie se salva, mucho menos los políticos infestados de corrupción en todos sus niveles y tendencias. Tampoco hay que olvidarse de jueces y fiscales. Pero ese salvajismo también se refleja, por ejemplo, en ciudadanos que realizan un servicio de colectivo informal y que manejan con la temeridad de un animal. Es la ley de la selva donde todo se puede y todo se arregla. Una papeleta de tránsito, un examen médico o una falla mecánica son fáciles de tramitar si no tienen los requisitos pero sí el dinero para aparentarlos. Está también el profesional que ofrece un servicio pero no entrega un recibo por honorarios. Tenemos la informalidad cabalgando en todas las esferas de la economía como el cuarto jinete del apocalipsis. Y los ejemplos se multiplican por doquier, en todas las esferas y llegan, como no, al fútbol donde un investigado por corrupción siente que ese deporte es su chacra y puede -con la complacencia de la FIFA- adueñarse de los derechos de televisión de todos los clubes porque tiene el poder de mandar y pisotear.

Hasta entonces, no hay fútbol, pero claro, a este señor le interesan tres pepinos el deporte y lo que quiere es el poder que tiene para lucrar y pasarla bien, con bufetts de 80 soles como los del Congreso. Este señor, que hace rato debería estar preso y que es un patético revendedor de entradas, simboliza la tragedia permanente de vivir siempre tan lejos de la civilización y siempre tan cerca de la barbarie. Por eso abundan los Toledo, los García, los Humala, los Vizcarra y los Castillo. Por eso  queremos echar a un presidente quemando juzgados y comisarías, y creemos que solo vale la ley del más fuerte.