El domingo me llamó mi mejor amiga desde Londres. Es actriz y directora de cine y me insistió que vaya en ese mismo instante al cine más cercano a ver Parásitos porque –según ella–, iba a ganar el Óscar esa noche. Así lo hice.

Y así fue. El triunfo de Parásitos marca una nueva era para el cine internacional y potencialmente para el cine sudamericano. Particularmente porque creo que es una película que podría haberse hecho en Perú.

El abismo entre los dos mundos plasmados en la película tocó una fibra sensible en mí y resonó con la realidad que se vive en nuestro país, de la que escribí el martes pasado.

Esta película no es tu clásica fábula sobre la maldad de los ricos y el sufrimiento solemne de los pobres. Los ricos no son malas personas. Por el contrario; son honestos, y se preocupan por dar un buen trato a quienes trabajan para ellos (lo que no implica que estén exentos de prejuicios –nadie lo está–). Los pobres tampoco son tus típicos héroes dignos y austeros. Más bien, sus maniobras me recordaron mucho a esa viveza, mas conocida como ‘pendejada’ que vemos en el Perú en todos los estratos sociales.

La película no se trata de buenos y malos. Solo de personas tratando de sobrevivir dentro de un sistema que los convirtió en parásitos. Muestra la interacción entre dos mundos cuyos habitantes no pueden sobrevivir sin los del otro. Dos cotidianeidades muy distintas que día a día interactúan, pero tal como el agua y el aceite, no se mezclan.

A mí me hizo sentir mucho. Me pude identificar también (sí, con una película coreana. Vaya usted a saber si los seres humanos seremos tan distintos).

El cine tiene maneras de emocionar a la gente. Y acá, en el Perú, hay miles de historias que aún merecen ser contadas. Tal vez la pantalla pueda ser una herramienta más para intentar unirnos como país.

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