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Tras semanas en las que el tema de agresiones físicas violentas, violentísimas, a mujeres fueron portada en diarios, comentarios en radio y televisión, se llega a un punto de indignación general cuando nos enteramos de que, durante la jornada cívica del censo, una voluntaria fue violada. Asimismo, sale a la luz la violación de una criatura de dos meses, acto execrable cometido por su propio padre. Algunas cifras grafican claramente el problema: en el 2016, se produjeron 5638 denuncias por violencia sexual; de estas, en 3194 casos la víctima era menor de edad y en 916 casos el agresor era un familiar. En el 2017, se han reportado 3125 casos de violencia sexual; de estos, 2169 son agresiones a menores de edad. Sin ninguna duda, todos y todas estamos indignados. Una propuesta ha sido la aplicación de la pena de muerte, desde la congresista Yanet Sánchez, el expresidente Alan García y las expresiones de ministro de Justicia Enrique Mendoza. Tratados firmados ante organismos internacionales la prohíben, salvo para los casos previamente establecidos como traición a la patria en nuestro país. Para los abolicionistas, el respeto a la vida humana es un valor máximo, la pena de muerte no resocializa y si se cometiera un error este es irreparable. Sin restablecer la pena de muerte, debemos sancionar los delitos de odio o género elevando las penas, incluyendo la aplicación de medidas precautelares, eliminando los beneficios penitenciarios; y entendiendo que la prioridad pasa, necesariamente, por un proceso educativo donde la visión patriarcal de superioridad masculina se elimine, dando lugar a una verdadera educación en igualdad de oportunidades y derechos.