El Perú ha tenido una vecindad difícil. Poco después de consolidarse su independencia nacional, en 1828 enfrentamos las primeras guerras con Bolivia y Ecuador (entonces parte de la Gran Colombia). Las crisis con Quito fueron recurrentes antes de la guerra que Castilla declaró en 1858 (el propio Presidente comandó la ocupación de Guayaquil hasta 1860). En la primera década del siglo XX evitamos un conflicto armado inminente. Igual a fines de los años 30, antes de la Guerra de 1941 y la firma del Protocolo de Río de Janeiro (1942). Ecuador lo impugnó para bloquear la demarcación fronteriza pendiente, causa de las guerras de Paquisha (1981) y el Cenepa (1995).
El violento anti-peruanismo cultivado en Ecuador -equiparable al anti-chilenismo que subsiste minoritariamente en Perú- comenzó a decaer con las visitas de Fujimori. La primera de ellas, una visita de Estado sin precedentes históricos (1992). Tras cinco meses de amenazas belicistas en 1991, masas de ecuatorianos recibieron calurosamente al mandatario peruano (lo atestiguó, asombrado, un maestro del periodismo como Manuel D’Ornellas, Director de Expreso). La frustración de las expectativas creadas en esa y otras visitas antecedieron a la Guerra del Cenepa, preludio de los cuatro años de negociaciones que nos llevaron a la solución definitiva (1998). No obstante que el acuerdo confirmó totalmente nuestra posición, Ecuador lo abrazó con nobleza y sin resentimiento. La paz demoró 170 años, pero llegó con fuerza. Visitas presidenciales, gabinetes ministeriales conjuntos y un exitoso Plan Binacional de desarrollo incrementaron exponencialmente la relación (comercio, inversiones, carreteras, navegación, telecomunicaciones, energía, migración y turismo).
Con Chile fue muy distinto. El traumático problema por la posesión de Tacna y Arica fue superado por un tratado firmado hace 86 años (1929), y la favorable sentencia sobre límites marítimos data del año pasado. Sin embargo, la extraordinaria vinculación económica bilateral arrancó 13 años antes de la firma del TLC. Las inversiones chilenas se instalaron en Perú luego de la apertura económica de la Constitución de 1993, instaurando un orden jurídico que garantiza la inversión extranjera. La intervención promotora de los gobiernos ha sido mucho más discreta que en el caso peruano-ecuatoriano. Sin embargo, los niveles del intercambio económico, migratorio y turístico son netamente superiores a los que tenemos con cualquier otro país latinoamericano.
Si en Ecuador desapareció el anti-peruanismo, ¿por qué subsiste la desconfianza entre Perú y Chile? La firme inserción laboral de 160 mil peruanos en Chile (2014), el enorme turismo chileno (850 mil visitantes en 2013), o la masiva interdependencia entre Tacna y Arica demuestran que nuestras mayorías son ajenas a los “antis”. En buena hora, porque el resentimiento es un lastre del pasado.
Para ser auténtica, la confianza entre Estados vecinos tiene que ser mutua. Y es imposible que lo sea si seguimos atados a los malos recuerdos. El espionaje es una consecuencia inevitable de la recíproca desconfianza que, felizmente, ambos gobiernos se han comprometido a desterrar de la relación bilateral.