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Un partido popular tiene que movilizar al pueblo para aplicar una política regenerativa. La corrupción es un mal endémico que azota a la República desde antes de su fundación; pero nuestra clase política ha sido incapaz de crear un Estado transparente y eficaz, generando la insatisfacción histórica del pueblo. Hay un divorcio claro entre la élite y la población; este tiene un resultado concreto: la clase dirigente no dirige y el pueblo busca un caudillo que nos conduzca hacia el desarrollo. La debilidad de los partidos políticos está relacionada con este divorcio histórico. La desconfianza del pueblo se acentúa cuando la corrupción se transforma en un fenómeno sistémico. A más corrupción, más repudio a la clase dirigente. Y, por tanto, mayor oportunidad para la antipolítica disruptiva de los outsiders y de los radicales.

La corrupción afianza este divorcio nacional que nos condena a ser un país invertebrado. El problema, más que de instituciones, es de personas. Las reglas de juego, la arquitectura legal puede ser óptima; pero si el liderazgo falla, las instituciones son letra muerta. Las leyes necesitan actores y el Estado de Derecho no es una entelequia teórica: se pone en práctica o se debilita. Por eso, el factor humano es esencial para analizar la realidad del sistema político peruano. Podemos estar cubiertos en el ámbito de las formas, pero el fondo de la política siempre tiene un componente personal y, por tanto, ético.

Hace cien años, Víctor Andrés Belaunde hablaba de “la crisis presente”. El diagnóstico, con pequeñas variantes, continúa siendo válido. Atravesamos una crisis moral que solo puede solucionarse mediante una política regenerativa defendida por un verdadero partido popular.