Acertó el Ministerio de Cultura en impulsar la participación privada en el salvataje de nuestro patrimonio cultural mediante la dación del DL 1198. Pero el Congreso se equivocó al derogarlo por ponerse de rodillas ante la protesta callejera. Y es que no se entiende -ni se sostiene el esfuerzo de hacer entender- que sin la empresa privada es imposible atender la puesta en valor de nuestro rico patrimonio arqueológico. De hecho, por citar dos ejemplos, la Catedral del Cusco y los Templos del Sol y la Luna de Trujillo han sido restaurados con dineros de Telefónica y Backus. Es decir, la empresa privada hace rato es el motor de las restauraciones, pero esta vez la idea era que esos aportes no fueran solo desembolsos en el marco de políticas de responsabilidad social empresarial, sino compromisos de largo plazo de incorporar capitales y gestión a la puesta en valor de importantes activos culturales, con la contraprestación de una rentabilidad para sus operadores privados.

En realidad, estos esquemas configuran asociaciones público-privadas (APP) más que simples contratos de gestión. Y está bien que lo sean, porque con las APP se atrae no solo manejo gerencial sino recursos monetarios indispensables para el trabajo de arqueólogos y restauradores. Y porque nadie se tomará un vuelo desde Europa para venir a ver un montón de rocas que alguna vez fueron un complejo piramidal. Aprendamos de México y España, o incluso de la Cuba castrista, donde se rescata con inversiones los activos turísticos, que generan trabajo, negocios y bienestar. Lamentablemente, la falta de convicción vuelve a jugar una pasada al progreso, y en vez de impulsar con liderazgo y sin timidez este modelo, el Ejecutivo y el Congreso optan por lo populista: atender a la turba y resistirse a gobernar.

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