Todos conocemos los síntomas físicos de la ira. Cuando tenemos rabia, sentimos que se nos calienta el cuerpo, sobre todo a la altura del pecho. El corazón nos late más rápido. Tensamos los músculos, apretamos puños y dientes. Las pupilas se nos dilatan, la respiración se acelera, el tono de voz se nos acelera, nos movemos más rápido y con más fuerza. El sistema digestivo, literalmente se detiene, generando mucho malestar gastrointestinal.

Las emociones son síntomas y no causas. Nos anuncian que algo está pasando o que puede pasar. Generalmente, la ira aparece cuando nos sentimos contrariados o cuando queremos defendernos de una agresión. Los problemas aparecen, no por la emoción en sí, sino por nuestra dificultad de procesarla.

Solemos decir que “hay que controlar la rabia” y “no quiero sentir rabia”. Pero , más que controlar o reprimir, tenemos que aprender a reconocerla, para preguntarnos ¿por qué siento rabia? Luego, debemos procesarla verbalmente. Nombrarla, describirla, compartir lo que sentimos y pensamos. Recordemos que lo que no decimos lo actuamos. ¿No les ha pasado que han estado muy molestos con algún miembro de su familia, para luego salir a la calle y pelearse con media ciudad? En realidad, el problema lo tenían con su familiar. Pero justos pagan por pecadores.

Cuando buscamos el desarrollo y manejo emocional, necesitamos pensar en el largo plazo. Se suele priorizar el control por sobre la exploración, porque, a corto plazo, nos acomoda más que el otro se tranquilice. Muchas veces, sin embargo, simplemente estamos suprimiendo el síntoma e pasamos la factura para mañana. La cuenta va a llegar y será mucho más elevada. La forma de reducir efectivamente los días de furia, es tomándonos el tiempo y el cariño de ayudar y acompañar al otro a procesar sus emociones, y de paso, aprendemos a procesar las propias cada vez mejor.