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Las consecuencias de disolver el Congreso en un país con déficit institucional como el Perú convierten al decreto de disolución parlamentaria en una enfermedad peor que una solución a los problemas de gobernabilidad surgidos desde julio del 2016, pues, además de tratarse de una inconstitucional aplicación de esta medida, la disolución prevista en la Carta de 1993 solo cuenta con las disposiciones constitucionales conocidas y muchas lagunas del reglamento parlamentario sobre su regulación. Se trata de una coyuntura política, prevista en nuestra forma de gobierno, que carece de un protocolo normativo que despeje dudas para su normal ejecución hasta las elecciones previstas en enero del 2020.

La falta de claridad sobre el estatuto de los congresistas que componen la Comisión Permanente, que no se disuelve y se mantiene en funciones, así como la negación de toda atribución de control, comparándola con una mesa de partes; la condición jurídica del presidente del Congreso, acusado de usurpador de funciones; las consultas jurídicas para saber si puede, o no, operar la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales; las preguntas todavía sin responder respecto de las nuevas reglas electorales, constitucionales y legales, sabiendo que fueron aprobadas sin transcurrir un año de aprobación; los problemas organizativos, logísticos y temporales para preparar un proceso electoral parlamentario, hasta la preparación de las listas congresales de 130 candidatos cada una, sin un sistema de partidos fuerte, organizado, de arraigo nacional y más formador que solo “reclutador” de líderes políticos.

En conclusión, la disolución del Congreso carece de un protocolo que permita conocer, con anticipación, las garantías y reglas de juego para ejecutar el camino reglamentario hacia la reconstitución congresal; más bien, muestra la irresponsable decisión del Ejecutivo para aplicar una institución de origen parlamentarista, que demanda un alto grado de institucionalidad democrática y respeto al Estado de Derecho.