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Las objeciones de Mario Vargas Llosa a la crítica feminista de la literatura, lejos de generar un debate que enriquezca, han sido enterradas a punta de linchamientos y adjetivos.

Estemos o no de acuerdo con lo argumentado por Vargas Llosa, lo cierto es que esto debe rebatirse mediante la contraargumentación, y eso, lamentablemente, no está pasando. La única respuesta alturada al escritor -basada en argumentos y no en adjetivos o falacias- que he podido encontrar ha sido la hecha por Matheus Calderón, quien se tomó el tiempo de desmenuzar sus afirmaciones y rebatirlas como se debe.

A mí, que el machismo me subleva y que considero el feminismo la lucha actual más urgente y loable, me apena ver cómo personas con las que comparto la causa se han convertido en guardianes del pensamiento único, encargados de despellejar a todo hereje que se atreva a cuestionarnos.

Nuestra lucha, que es una que se da en el campo de las ideas, implica que haya detractores. Implica que existan críticas al feminismo. Incluso, le duela a quien le duela, implica que puedan existir críticas válidas que, lejos de destruirnos, nos hagan más fuertes si las aceptamos y atendemos.

“Ese señor no entiende nada”, “hay cosas más importantes en qué pensar y uno se anda preocupando por la crítica feminista a la literatura”. ¿Qué nos está pasando? Hoy, atreverse a emitir una opinión disidente con lo considerado moralmente valioso es una empresa suicida. Ante la crítica se responde con argumentos, no con linchamiento ni indignación. Y si no cuidamos eso tanto como nuestras propias luchas, tarde o temprano podríamos perderlo todo.