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El título de la columna de hoy es la pregunta que surgió en nuestra mente y en nuestro corazón cuando se destapó el caso “Lava Jato” y vuelve a surgir hoy, con más fuerza aún, al conocer el altísimo grado de corrupción que afecta a las instituciones encargadas de tutelar la justicia en nuestra nación e involucra también a funcionarios del Poder Ejecutivo y del Congreso.

¿Es posible librarnos de ese virus social que tiende a infectarlo todo? El país exige una reforma total del Estado y, ciertamente, es necesaria; pero ella sola no basta, como no basta con cambiar de funcionarios. Mientras no vayamos a la raíz, cambiarán los nombres pero el virus rebrotará como un cáncer. La corrupción es consecuencia de la pérdida de valores morales, y esta es un fruto podrido del utilitarismo, que San Juan Pablo II calificó como “una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas” (Carta a las Familias, 13). En síntesis, la raíz del problema es que el hombre ha perdido su identidad, se entiende mal a sí mismo y termina contradiciendo su realidad (Francisco, EG 115). De esta manera, al constituirse en el único “señor” de su propia vida y no aceptar que por su naturaleza humana debe someterse a ciertas leyes morales, termina perdiendo su dignidad y cosificando a los demás.

Por eso, es cada vez más urgente revisar ese estilo de vida hedonista y consumista que se ha ido introduciendo en no pocos sectores de nuestra sociedad, ese individualismo capaz de sacrificar todo y a todos en función de sí mismo. Esto será posible en la medida en que devolvamos a Dios el lugar que le corresponde en la esfera pública, porque sólo en Dios el hombre puede conocerse cabalmente a sí mismo y encontrar un sólido fundamento moral, objetivo y trascendente, capaz de sostener una vida virtuosa y una sociedad en la que reinen el bien, el amor y la verdad.