Siento vergüenza cada vez que transito por las calles y veo que la reconstrucción ni siquiera asoma su pelada. Porque en realidad percibo a esta como a un hombre mayor de poca cabellera que está a punto de jubilarse en un despacho de burócrata. Lento total.

Vergüenza porque los ciudadanos nos hemos quedado sentados esperando a que la reconstrucción nos saque a bailar la canción que todavía ni suena. Lerdos hasta las orejas, con la excepción de algunas instituciones privadas que andan preocupadas por cómo será el negocio.

Vergüenza que las autoridades regionales y locales se hayan estado peleando por el presupuesto de las obras. Peor aun, que la autoridad para la reconstrucción con cambios le haya dado más presupuesto a gobiernos que no solo han sido ineficientes en los últimos dos años sino, con mayúsculas, indolentes ante el sufrimiento ciudadano. Algunos anduvieron de vacaciones y otros, con descaro, pidieron días de descanso.

Vergüenza que otros vengan a tu ciudad y te pregunten qué haces para aportar con la reconstrucción. Como sociedad civil, si no te convocan, quéjate, pero levanta la mano y di esta boca es mía.

Vergüenza se siente cuando, pese a que han pasado seis meses de la desgracia por las lluvias y los huaicos, todavía observas que cientos de alumnos siguen estudiando entre paredes de paja rafia amarradas sobre ladrillos y palos, mientras los docentes hacen huelga para reclamar por sus salarios y su estabilidad laboral.

Vergüenza de plano porque todavía hay gente durmiendo en el suelo y rezando para que no haya un sismo y le caigan las esteras sostenidas con troncos. A la espera de que le construyan un hogar y puedan alimentar a los suyos.

Pero, más vergüenza siento cuando sé que hoy a quienes las lluvias y los huaicos solo les han mojado las sandalias, se han desentendido de aquellos que exigen a las autoridades acelerar la reconstrucción con un cambio a sexta velocidad. Porque, así como vamos, llega el fin de año y seguiremos en lo mismo.